7 de enero de 2010

Un ensordecedor aullido de dolor desgarró el silencio imperante en el exterior antes de que pudiera contestar. El sonido reverberó en la roca desnuda de la montaña y llenó el aire de tal modo que podía sentirse llegar desde cualquier dirección.
El aullido invadió mi mente como un tornado, tan extraño como familiar; extraño porque nunca antes había oído un lamento tan torturado, familiar porque reconocí la voz de modo instantáneo, identifiqué el sonido y comprendí el significado con la misma seguridad que si se hubiera producido en mi interior.
No cambiaba nada el hecho de que Jacob no fuera humano cuando aullaba. No necesitaba traducción alguna. Se hallaba muy cerca y había escuchado todas y cada una de mis palabras, y sentía un dolor agudo, como una agonía.
El aullido se quebró en un peculiar sollozo estrangulado y después se hizo el silencio de nuevo. Esta vez tampoco fui capaz de escuchar su marcha, pero la sentí: reparé en la ausencia que antes había malinterpretado, noté el vacío que había dejado su partida.
No entendía por qué me sentía tan mal. Al fin y al cabo, siempre había sabido que aquello iba a acabar pasando tarde o temprano, pero Jacob nunca había tenido una reacción como ésa, jamás se había venido abajo mostrando toda la intensidad de su agonía. El dolor de su aullido seguía hiriéndome en lo más hondo del pecho. Otra pena acompañaba el dolor. Pena por sentir lástima de Jacob. Pena también por herir a Edward. Por no ser capaz de dejar marchar a Jacob con serenidad, sabiendo que era lo correcto, que no quedaba otra salida.

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